Para los buenos recuerdos, un helado.
Cuando niño solía montar bicicleta con mi papá, era un parche fijo los sábados en la mañana. Lo recuerdo a él en su bici verde y, a mí, en una roja, como mi color favorito en ese entonces. Después de cada ruta, el premio era un helado. Él prefería el sabor a coco y yo, el de chocolate.
También recuerdo que los domingos íbamos a misa en familia y, como todo niño rebelde que se negaba a hacerlo, me prometían un helado. Terminaba aceptando la propuesta, era tentadora e irresistible. Para los domingos mi favorito era el Choco-cono. Todo un clásico.
A mi tía Isme, que es como mi segunda mamá, también le gusta el helado. Cada cumpleaños recibo su llamada y, al finalizar, se despide con un “en estos días salimos por un heladito de cumpleaños”. Así en diminutivo, porque lo hace más tierno, como ella.
En mi mente también tengo recuerdos del colegio, de aquellas tardes en donde salíamos en combo, hablando de lo grandes que nos sentíamos para unas cosas, pero de lo pequeños para otras… como para comer helado, por ejemplo. Todos los días, al terminar la jornada escolar, íbamos por un helado de mil pesos, con aquellas monedas que habíamos guardado desde el descanso, especialmente para eso.
Tampoco olvido marzo del 2020. Un miércoles, para ser más preciso. Estaba sentado en el parque de mi pueblo, las calles solas, puertas cerradas y el ambiente más frío de lo normal. Habían anunciado cuarentena total, y solo se veían personas tratando de hacer sus últimas compras, cerrando sus negocios o, en mi caso, comprando el último helado antes de tan largo encierro.
¿Ven cómo un helado puede traer muchos recuerdos? Quizá por eso está presente en una primera cita, en un cumpleaños, en una tarde común y corriente, en una cena especial o en todo lo que se nos ocurra. Quizá el helado fue creado para eso, para recordar y mantener vivos aquellos momentos que tanto nos han marcado.
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